Diplomacia, ¿una cuestión del vestir?

Armas de seducción masiva
¿Qué quieren transmitir los líderes mundiales? La clave está en su ropa.
Luego de la temporada de examenes y redacción de trabajos y memorias, ahora tengo más tiempo de leer artículos relacionados con el objeto de este blog, por eso he decidido subir éste, es un fiel reflejo de lo que vemos todos los días en los telediarios.
En geopolítica, la moda también importa. Los líderes han aprendido a utilizar lo que se ponen -y la indumentaria que exigen a otros políticos- para lograr sus objetivos. Todos se visten para convencer, algunos con la intención de demostrar quién manda -como Bush con su insistencia en la informalidad-, y los menos poderosos, para atraer atención y ayudas, como el presidente afgano, Hamid Karzai, para algunos el hombre mejor vestido del mundo. Porque la forma de vestir también influye en las percepciones nacionales y globales.

La geopolítica presenta muchas jerarquías en función de la riqueza, el poder militar y el prestigio diplomático. Pero el estilo es un arma de seducción masiva de la cultura. Italia presume de ser el «país de la moda», y otras naciones también están tomando cartas en el asunto de la imagen de marca nacional. Hace poco, la República Checa se planteó cambiarse el nombre, mientras que otros Estados buscan diseños más seductores para sus banderas. Los líderes mundiales pueden alardear de sus megaciudades, de sus estrellas del deporte y de sus éxitos cinematográficos, que hoy día son la moneda de cambio del poder blando. Pero, ¿qué ocurre con los propios dirigentes?
Según Klaus Zwangsleitner, editor del recientemente publicado Official Portraits (Retratos oficiales, Trolley Press, 2005), los gobernantes pretenden transmitir «autoridad, liderazgo, estabilidad, benevolencia e incluso gracia» a través de sus fotos oficiales. Ahora, las importantísimas sesiones de fotos para la prensa ponen en marcha la maquinaria burocrática con mucha antelación y, hasta que el fotógrafo aprieta el botón de la cámara, se hace todo lo posible para que el personaje adquiera una apariencia agradable.
La verdad es que en geopolítica la moda es importante, tanto en el caso de los hombres como en el de las mujeres. Los líderes son símbolos inevitables de sus respectivas naciones, y sus preferencias en cuanto a moda, con todas sus sutilezas, van moldeando y reforzando la percepción que se tiene de ellos globalmente, para lo bueno y para lo malo. Estados Unidos sabe de sobra que el poder duro no lo es todo. Su secretaria de Estado, Condoleezza Rice, dio mucho que hablar el pasado mes de febrero cuando llegó a Alemania pavoneándose y enfundada de los pies a la cabeza en un impactante conjunto de color negro: botas altas, levita de estilo militar y falda por encima de la rodilla. La virulenta reacción a la cobertura que se dio a este hecho no se quedó atrás: «No recuerdo ningún comentario sobre los gustos de Colin Powell en cuanto a moda», comentó alguien que estaba presente. «¿De verdad queremos que nuestros políticos se sometan al mismo examen riguroso que nuestros músicos, actores y la modelo Paris Hilton?», se preguntaba otra persona.
Como si quisiera conjugar lo que escribía el gran estratega militar Basil Liddell Hart sobre maniobras de tanques y alta costura hace un siglo (sí, este hombre era una autoridad en ambas materias), la ofensiva de encanto desplegada por Rice recordó a los espectadores del Viejo Continente que Estados Unidos es una potencia que debe tenerse en cuenta. Robin Givhan, del Washington Post, afirmó que «parecía como si la secretaria de Estado estuviera preparada para emplear duras palabras, dar golpes en la cabeza y protagonizar un congelado de imagen soltando de un salto una patada al estilo Matrix, en caso necesario». Si quería demostrar al mundo que ella, y por ende EE UU, están a la altura de los retos que plantean simultáneamente un segundo mandato, la guerra contra el terrorismo y un continuo marasmo en Irak, no podía haber elegido mejor vestuario.
Es posible que Rice haya aprendido dos o tres cosas de su jefe sobre el simbolismo de la forma de vestir. George W. Bush es consciente de que a menudo lo importante no es la propia indumentaria, sino la que un líder pide que los demás se pongan en su territorio. Éso es lo que puede inclinar la balanza del poder. En la cumbre del G-8 del pasado verano, celebrada en Sea Island (Georgia, EE UU), el presidente francés, Jacques Chirac, se presentó demasiado arreglado con un traje de chaqueta y una corbata roja recién planchada. Otros gobernantes fueron en vaqueros y camisa. Como señaló el periodista independiente Kenneth Dreyfack: «Ésa es la razón por la que tanto Bush como sus predecesores han intentado imponer la ropa informal para las reuniones importantes entre mandatarios. Supuestamente pensada para conseguir que los participantes se relajen, en realidad, les hace sentirse incómodos, y lo que es más importante, les sitúa en desventaja. Exigiéndoles que modifiquen algo tan personal como la manera de vestir, los invitados extranjeros a la Casa Blanca están aceptando sus reglas básicas incluso antes de sentarse a negociar». Asimismo, no hay protocolo que pudiera evitar las avergonzadas sonrisas de los 21 dirigentes que se dieron cita en la última cumbre anual del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico, celebrada en Santiago de Chile: haciendo un guiño a la tradición, todos se pusieron unos coloridos ponchos de alpaca, y así pasaron a estar inmediatamente en pie de igualdad en el tablero diplomático.
Los trajes nuevos de los políticos: el paquistaní Mohamed Alí Jinnah utilizaba la estética de su pasado como abogado.

Chirac no es el único que pasó vergüenza. Pocos días después de la segunda investidura de Bush en enero, Dick Cheney protagonizó la primera gran metedura de pata contra el buen gusto de 2005. Se presentó en la ceremonia de conmemoración del 60ª aniversario de la liberación del campo de concentración nazi de Auschwitz, según afirmó un espectador, con el tipo de ropa que uno se pone normalmente para «utilizar una máquina quitanieves». Mientras que otros líderes llevaban abrigos y zapatos oscuros, Cheney se puso un anorak de color verde apagado con una capucha adornada con piel, botas de caza marrones y un gorro barato de esquí. Está claro que la diplomacia norteamericana sigue adoleciendo de demasiada jactancia y de una insuficiente preparación. ¿Sorprende entonces que el resto del mundo dude acerca de su sinceridad?
A la inversa, el estilismo de los políticos puede también atraer simpatías muy necesarias y reconocimiento hacia sus países. Aunque Hamid Karzai, el presidente de Afganistán, es frecuentemente elogiado por sus elegantes gorros de astracán y abrigos de estilo tradicional, él insiste en que no va a la moda porque sí. A través de su modo de vestir, con símbolos tribales tejidos en capas vaporosas, está cambiando la percepción internacional de los afganos y reforzando el sentido de unidad nacional. Cuando en 2002 el ex diseñador de Gucci Tom Ford afirmó que era el «hombre que mejor viste del mundo», contribuyó a convertir al dirigente afgano, que en aquel momento se encontraba en aprietos, en el centro de atención, despertando el interés internacional por la difícil situación de su país, tanto de críticos de moda como de donantes extranjeros.
Los cambios de imagen también pueden levantar sospechas. Hasta el obrerista Lula ha cosechado críticas por su nuevo estilo más refinado, y los tradicionalistas le han acusado de no jugar limpio
Incluso los clérigos iraníes se han subido al carro. El armario del hasta hace poco presidente, Mohamed Jatamí, informó recientemente The New York Times, lleva mucho tiempo llamando la atención en Irán, ya que se empeña en llevar zapatos en lugar de babuchas y pantalones a juego con la túnica en lugar de un simple pijama blanco. Según Abolfazl Arabpour, el Giorgio Armani de Irán, «los clérigos han de ser más elegantes, ya que asumen el poder. Necesitan tener buen aspecto cuando viajan al extranjero y se reúnen con diplomáticos occidentales, que siempre visten con elegancia» (y eso que a ellos les gusta llevar pantalones sin pinzas). Pero como plantea el antiguo refrán, «¿realmente el hábito hace al monje?» Fíjese en Joschka Fischer, que dejó de llevar los revolucionarios estampados del 68 cuando se le nombró ministro de Asuntos Exteriores de Alemania. Fue durante años la figura política más popular del país, y su elegancia intelectual -que irradiaba con sus trajes a medida de tres piezas- le catapultó a la cima de la diplomacia convirtiéndole en el ministro europeo de Exteriores más importante, compitiendo con Javier Solana, un eurócrata más conservador.
Sin embargo, esos cambios de imagen también pueden levantar sospechas. Es posible que la gente no sepa más sobre Brasil que hace dos años, pero ahora el nombre de Lula es sinónimo del triunfo de las políticas a favor de los pobres y de la resistencia a dos pesos pesados globales (EE UU y Europa) en la cuestión del comercio justo. Sin embargo, entre bastidores, hasta el obrerista Lula ha cosechado críticas por su nueva imagen más refinada, y los tradicionalistas le han acusado de no jugar limpio, al verle con sus trajes de chaqueta nuevos e impecables. Se ha publicado incluso que el gurú de la moda Yves St. Laurent ha afirmado: «Dejo mi carrera, me retiro sin condiciones si Lula no se ha paseado a escondidas en vaqueros cortos por una habitación de hotel».
Si usted no cree que la moda puede desempeñar un papel decisivo en la política, captando las simpatías nacionales y a crear mitos históricos fáciles, sólo hay que fijarse en en Pakistán. Cuando los libros de historia de ese país fueron islamizados en los 70 y los 80, Mohamed Alí Jinnah, el padre fundador del Estado, era retratado vistiendo el shirvani (chaqueta larga ajustada, tradicional paquistaní) en lugar de los trajes de Savile Row de los abogados formados en Londres que eran sus favoritos. Resulta apropiado, entonces, que el político paquistaní Imran Jan, que un día fue capitán del equipo de cricket de la Universidad de Oxford, opte ahora por llevar los tradicionales kurtas (especie de pijama formado por una túnica y un pantalón) en un esfuerzo por obtener credibilidad para su partido Movimiento para la Justicia. Al haber cortado sus relaciones de conveniencia con el presidente, Pervez Musharraf, el imponente ex deportista espera que el apodo de sus tiempos de jugador de cricket (asesino silencioso) se haga extensible al campo de la política. Por supuesto, mientras unos conquistan a la ciudadanía, otros se caracterizan por su falta de profesionalidad y sus chapuzas. El ejecutivo paquistaní del Citibank convertido en primer ministro, Shaukat Aziz, exige que sus colegas de gabinete se pongan un atuendo formal occidental para asistir a las reuniones, con la esperanza de que, con la ropa adecuada, los miembros más importantes de su equipo sean más eficaces. La bolsa de Karachi está en alza desde entonces.
Pero, por supuesto, ni siquiera las mejores sedas de Italia pueden salvar a Silvio Berlusconi, que sigue luchando por mantenerse en lo más alto de la flamante escena política italiana. Podría aprender de su homólogo de Japón, Junichiro Koizumi, tal vez el mejor ejemplo de un líder capaz de utilizar su imagen para contrarrestar el escepticismo de la población de un país cuya economía se tambalea al borde de la recesión. La popularidad del premier nipón, la última personificación del Japón más cool, se eleva al 85%, y sin duda se basa más en su estilo inconformista, en su apariencia excéntrica y en un nuevo CD muy popular, con sus canciones favoritas de Elvis, que en la elección de sus rancios y leales ministros. Hace muy poco, sus legiones de fans femeninas adquirieron más de 100.000 ejemplares de su libro ilustrado, plagado de instantáneas de su vida en las que bebe cerveza, come noodles (fideos largos) e incluso juega al béisbol con los niños.
Europa nunca defrauda a la hora de ofrecernos jugosos ejemplos de estilo. El superdiplomático francés Dominique de Villepin, que fue nombrado primer ministro tras el contundente rechazo francés a la Constitución Europea, se enfrenta ahora a la prueba más dura de su carrera: utilizar su poesía, su elegancia y su encanto para seducir a los franceses y conseguir que apoyen su cruzada y la del presidente Chirac para convertir a Europa en una superpotencia al lado de Estados Unidos.

Fiel al traje clásico: Armani definió a Silvio Berlusconi como «un presumido con uniforme».
No es el único líder europeo que se propone sacar provecho del poderío metrosexual para generar cambios políticos duraderos. Puede que el presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, haya dado la campanada consiguiendo la victoria para los socialistas en las elecciones del pasado marzo, pero no ha perdido ni un minuto de su tiempo en poner a punto su imagen, y ahora estrena trajes en tonos oscuros para transmitir seguridad y elegancia. Zapatero, al que ya nadie llama «Bambi», inspira confianza y está cumpliendo su promesa de devolver España a Europa.
Sin embargo, aunque Occidente haya dominado la moda diplomática durante siglos como núcleo geopolítico de gravedad, el centro se está trasladando de manera perceptible de Occidente a Oriente. Durante décadas, Fidel Castro se rebeló contra la hegemonía de la moda occidental, pero hasta él luce ahora un impecable traje de color azul cuando se reúne con el Papa y asiste a cumbres internacionales.
Sin embargo, se ha hecho bufa del primer ministro chino, Wen Jiabao, que también se viste al estilo occidental, por «tener menos agallas» que sus predecesores Mao Zedong y Jiang Zemin, que siempre llevaban el cuello de la chaqueta abrochado y nunca dudaron al hablar del ascenso seguro de China. No pasará mucho tiempo antes de que los abrigos mao, y los kiftehs y los jodhpuris indios sean la indumentaria de rigor en círculos diplomáticos.
La semiótica de la moda ya ha empezado a marcar cambios geopolíticos de primer orden. Por ejemplo, por temor al dragón chino, Japón y Rusia están enterrando el hacha de guerra pese a no haber firmado nunca un tratado de paz después de la Segunda Guerra Mundial y pese al contencioso que aún tienen abierto en torno a las islas Kuriles. En una reciente jornada conjunta de observación de maniobras de tanques en las nevadas estepas siberianas, el general ruso al mando se probó un casco japonés de samurái y su homólogo nipón hizo lo propio con un gorro de piel ruso.
En otros lugares, la indumentaria puede ser un símbolo de superación de las animadversiones coloniales. No hace mucho, Isaac Dos Anjos, embajador de Angola en Suráfrica, pronunció un emocionante discurso sobre la reconciliación, en el que señaló: «Después de 500 años de colonialismo, ahora llevo traje y corbata. Ya basta. No deseo otros 500 años de colonialismo africano para aprender a no llevar corbata y a ponerme la ropa de la República Democrática del Congo o de cualquier otro sitio. Me pondré mi corbata y seguiré adelante».
La nueva imagen de Lula: El presidente brasileño quiere seguir atrayendo a los inversores.
Hoy en día el simbolismo en la forma de vestir domina la alta diplomacia y es la nueva semiótica de las relaciones internacionales. Tanto es así que, de hecho, en la actualidad, parece como si el lugar que se ocupa en la sociedad dependiera no del cargo que se ocupa sino más bien de la forma de vestir.
Parag Khanna dirige la Iniciativa para la Gobernanza Global del Foro Económico Mundial desde la Brookings Institution, y es miembro del Instituto para el Estudio de la Diplomacia de la Universidad de Georgetown (EE UU).

Artículo de la revista Foreing Policy http://www.fp-es.org/

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